lunes, 16 de junio de 2008

El duelo

Un tipo.
Entra a la más desolada habitación un tipo con sombrero violeta. En su mano, un cuaderno con un árbol en la tapa. La habitación: vacía. Sólo un trozo de queso, olvidado, juntando polvo en la esquina opuesta a la de la puerta. El hombre lo mira. Fija su atención en la pequeña porción amarilla. Frunce el ceño mientras piensa en el queso. Queso y nada más que queso en su mente. Marca el contorno en su imaginario, mientras sus ojos pasean el perímetro del queso y transportan los datos inmediatamente a su cabeza. Lo quiere en su cabeza y nada más que en su cabeza. El queso resiste en la otra esquina. Pugna contra esa voracidad que tiene el pensamiento del hombre por tenerlo. Transpira el queso, transpira. Se resiste a ser absorbido. Gotas de sudor casi humanas caen por la amable textura. Los pequeños hoyuelos expresan resistencia. El hombre mira al queso. El queso mira al hombre. Se miran. Se miden. Se mascan.
De repente, lo inesperado: el hombre se quita el sombrero violeta y lentamente, sin quitar la mirada del queso, se agacha y apoya el sombrero en el piso. Se vuelve a erguir y hace sopapa con la boca. Se acerca sigilosamente en dirección al queso, al acecho; alerta. Da dos pasos y se detiene. Un paso y se detiene. Arrastra un pie y se detiene. Se detiene.

SALTA sobre el queso y lo agarra con sus garras como un águila al roedor y devora y mastica salvajemente al queso y el queso siente que muere y no puede gritar porque es queso y lentamente polvoriento y transpirado cede la lucha mientras crunch crunch el hombre se atraganta con el queso violentamente y gruñe como animal hambriento y lo rompe y corroe y desgarra y agarra con las muelas y tira de la piel del queso y el queso sufre y no siente, ya no siente, ya se entrega; lentamente se regala a la faringe del hombre.

Se para el hombre y vuelve a su esquina originaria. Recoge su sombrero. Saca de su bolsillo una lapicera. Abre su cuaderno en la anteúltima hoja y dibuja un ratón con trazos infantiles. Arroja el cuaderno a la mitad de la habitación. Abre la puerta. Eructa.

Se va.

lunes, 10 de marzo de 2008

La metamorfosis

Jorgita era una niña que disfrutaba copiosamente comer alfajorcitos. Además, también le gustaba muchísimo jugar al fútbol con los varoncitos y trepar árboles con ellos.
Un día jugó tanto tanto que se transformó en un niño. Para anegar su duelo, triplicó la ingesta de alfajores: comió tantos, pero tantos alfajores que devino en uno él mismo.
Fue así que nacieron los alfajorcitos Jorgito.

Nikofka Penso