miércoles, 13 de enero de 2010
Círculo ad infinitum
21/06/08
Il camone di Giorgio
El cielo de las 3 vierte su dulce belleza en aquella fuente en
.
17/08/08
lunes, 16 de junio de 2008
El duelo
Entra a la más desolada habitación un tipo con sombrero violeta. En su mano, un cuaderno con un árbol en la tapa. La habitación: vacía. Sólo un trozo de queso, olvidado, juntando polvo en la esquina opuesta a la de la puerta. El hombre lo mira. Fija su atención en la pequeña porción amarilla. Frunce el ceño mientras piensa en el queso. Queso y nada más que queso en su mente. Marca el contorno en su imaginario, mientras sus ojos pasean el perímetro del queso y transportan los datos inmediatamente a su cabeza. Lo quiere en su cabeza y nada más que en su cabeza. El queso resiste en la otra esquina. Pugna contra esa voracidad que tiene el pensamiento del hombre por tenerlo. Transpira el queso, transpira. Se resiste a ser absorbido. Gotas de sudor casi humanas caen por la amable textura. Los pequeños hoyuelos expresan resistencia. El hombre mira al queso. El queso mira al hombre. Se miran. Se miden. Se mascan.
De repente, lo inesperado: el hombre se quita el sombrero violeta y lentamente, sin quitar la mirada del queso, se agacha y apoya el sombrero en el piso. Se vuelve a erguir y hace sopapa con la boca. Se acerca sigilosamente en dirección al queso, al acecho; alerta. Da dos pasos y se detiene. Un paso y se detiene. Arrastra un pie y se detiene. Se detiene.
SALTA sobre el queso y lo agarra con sus garras como un águila al roedor y devora y mastica salvajemente al queso y el queso siente que muere y no puede gritar porque es queso y lentamente polvoriento y transpirado cede la lucha mientras crunch crunch el hombre se atraganta con el queso violentamente y gruñe como animal hambriento y lo rompe y corroe y desgarra y agarra con las muelas y tira de la piel del queso y el queso sufre y no siente, ya no siente, ya se entrega; lentamente se regala a la faringe del hombre.
Se para el hombre y vuelve a su esquina originaria. Recoge su sombrero. Saca de su bolsillo una lapicera. Abre su cuaderno en la anteúltima hoja y dibuja un ratón con trazos infantiles. Arroja el cuaderno a la mitad de la habitación. Abre la puerta. Eructa.
Se va.
lunes, 10 de marzo de 2008
La metamorfosis
Un día jugó tanto tanto que se transformó en un niño. Para anegar su duelo, triplicó la ingesta de alfajores: comió tantos, pero tantos alfajores que devino en uno él mismo.
Fue así que nacieron los alfajorcitos Jorgito.
Nikofka Penso
domingo, 18 de noviembre de 2007
Manos de nadie
Leticia yace en su lecho, desnuda una vez más. Su silueta triste desaparece como una lágrima en el vacío. El cuerpo reposa inocente y bellamente distendido, luciendo hermosa y suave su borrosa figura. Una tras otra, las gélidas exhalaciones empañan la almohada de profunda angustia. Su pecho se llena de álgidas bocanadas de aire, y vuelve a desinflarse lentamente. Su carnosa boca carmín se abre al olvido, a la soledad, para liberar luego una penosa culpa y una mudez sólida, eterna. Sus párpados obedecen ciegamente al cansancio y a la procura de huir del mastodónico sonido del tiempo y su inevitable acecho. Se entrega su mente y desliga su esencia a una nebulosa incierta, infinita…
La joven de blanca tez se halla sumergida en un mundo onírico de difícil intrusión. En su trance, sus bellas facciones femeninas vibran aleatoriamente, tal vez queriendo librarse su alma de su estrecho y cruel hospicio. El semblante se extiende solo y tenso, tímido y entregado a las sombras del olvido. Quizá extrañe al amor, al cálido roce, ausente desde siempre.
De pronto, una leve caricia, suave y quizá un poco melancólica, se posa sinuosamente en la blanca arena. Las manos comienzan a recorrerla cortés, pero con un dejo creciente de deseo. Las caderas vierten su belleza en las siniestras gemelas, dejándose ambas guiar por el río de piel hacia el torrente más violento. Aumentando a cada centímetro el deseo, el cuerpo de la joven se acalora y entrega ciegamente al juego de perversión anónimo. Con cada roce, cada latido se aligera; las contorciones apuntan in crescendo hacia un temblor máximo. El tiempo escapó de su linealidad; la joven se halla fuera de sí, envuelta su esencia en un éxtasis donde rige la abstracción y el ahora. Los ahora fuertes gemidos se pierden en un viaje incierto en el aire. Las manos escalan los senos con voracidad y se pasean por el cuello, provocando en la durmiente cierta inquietud lujuriosa. De súbito las garras atrapan sin previo aviso y con fuerza desmedida del pescuezo a su presa, aferrándose con violencia, escurriendo la vida del cuerpo, ya no más extasiado, sino desesperado; los firmes dedos apresan todo aliento, anegan el alma de Leticia, quien sacude sus piernas desesperadamente, como un niño caprichoso, como un roedor en abrazo de serpiente, como escorpión presa de su propio aguijón. Las afiladas uñas se hunden, se aferran, casi fundiéndose con aquél amplio y frágil río de marfil. El cuerpo de la pálida joven se contorsiona violentamente, tratando de huir, de alcanzar alguna vana luz, algún remoto aliento.
Los brazos destensaron su lucha inútil; las piernas ya no baten inútilmente en el aire; los párpados se entregaron vencidos al descanso. Leticia yace inerte en el catre revuelto, sola. Su mirada, inexpresiva, fija en la nada, en un vacío inasible. Sus brazos cuelgan a los costados de la cama, ya sin vida. Las manos, muertas, se acompañan húmedas en tristeza, pues jamás volverán a ser amadas, rozadas, ni tampoco volverán a acariciar… otra vez.
18/11/07
jueves, 15 de noviembre de 2007
A la decrepitud
Desde nunca
Desde siempre,
Con profundos surcos en su árida arena
Mirando al vacío
Perdiéndose en algún remoto momento,
Pues mucho ha pasado ya
Desde su primer canción
Desde su primer amor,
Y es hoy que nada más le pertenece
La mera memoria
Y un triste balbuceo incomprensible, vago
De urdidas sílabas siniestras
O quizá solo inocentes e idiotizadas
Como canción de cuna al aire,
A la nada,
A su eterna y estática soledad.
domingo, 28 de octubre de 2007
Un poco de moral para los chicos II: El pastorcito mentiroso (versionado)
El pastorcito tenía como tarea cuidar ovejas, pero como él era solo un chico, lo que quería hacer no era otra cosa que jugar y reír, pues las ovejas lo aburrían muchísimo. Todos los días lo mismo: despertarse al amanecer, tomar un vaso de leche con un pan y cuidar a las ovejas toda la tarde.
Un día en que el pastorcito estaba al límite del tedio, una divertidísima idea abofeteó su cabeza. ¿Qué tal si les hiciera creer a todos que un feroz zorro estaba atacando a las ovejas? El solo pensarlo le provocó una risa desternillada al niño. ¡Los grandes del pueblo se pondrían furiosos al saber que no había tal ataque!
Fue así que el pequeño comenzó a correr donde los adultos, gritando a voz pelada:
-¡¡Un zorro, un zorro!! ¡¡Ayuda!! ¡¡¡Está atacando a las ovejas, ayuda!!!
Los adultos miraron al jovencito con ojos llenos de miedo y sobresalto, y corrieron hacia el descampado rápidamente con las palas y rastrillos en mano para así ahuyentar al invasor. Mas cuando hubieron llegado, no vieron más que a los lanudos animales pastando tranquilamente, como siempre lo habían hecho. Entonces el pastorcito comenzó a reírse, tomándose la barriga y señalando a todos de forma burlona, mientras todos seguían sosteniendo firmemente los palos y demás, ahora luciendo ridiculizados ante mofa tal. Maldiciendo al pequeño, se fueron para volver a sus quehaceres; mientras todos se iban, uno de ellos advirtió al pastorcito que había sido una jugarreta muy maliciosa, y que debía sentirse avergonzado por haber cometido un accionar tan indigno. Pero la respuesta del pastorcito no fue otra que la risa, aún más fuerte que antes y más bufona.
Pasadas unas horas, el pastorcito seguía mirando a las ovejas maldiciéndolas por ser animales tan aburridos y monótonos. De vez en cuando recordaba la broma del zorro y sonreía pícaramente. De pronto pensó si no sería genial repetir la broma. Al fin y al cabo si decía que esta vez era en serio, se lo creerían seguro, pues ¡los grandes suelen ser tan ingenuos! Fue así que comenzó a correr hacia la zona de arado, gritando a todo pulmón:
-¡Por favor, ayúdenme! ¡El zorro vino esta vez, no es broma! ¡Está matando a las ovejas y no sé qué hacer, deben creerme! ¡Ayuda, ayuda!
Los adultos le creyeron nuevamente, y acudieron en ayuda del pastorcito con los rastrillos y demás herramientas en mano, dirigiéndose todos hacia las ovejas rápidamente. Pero al llegar allí, se encontraron otra vez con que todo había sido una treta montada por el pequeño, quien ahora reía al punto de explotar su cabeza, más odiosa e insoportable que nunca. La risotada llenaba el aire de burla y humillación; el niño, tirado en el piso sosteniéndose el vientre con ambas manos, pataleaba con fuerza y júbilo, riendo a más no poder.
Los humillados se miraron los unos a los otros y asintieron conjuntamente. Se aproximaron al pequeño bufón con decisión y lo asieron de pies y manos, no pudiéndose librar éste. Lo levantaron con fuerza y comenzaron a caminar a paso redoblado hacia la pequeña plaza central del pueblo. En el camino el niño fue blanco de patadas, puñetazos y rastrillazos aleatorios en todo el cuerpo. Sus ropajes fueron extirpados de su débil y sometido semblante. Su piel, su ser, comenzando a enrojecer por tanto maltrato, eran llevados impíamente hacia su perdición. Una vez en la plaza, los captores eligieron un árbol lo bastante resistente como para atar al bromista. Quizá esto le causara risa también, después de todo.
Desnudo, humillado, golpeado y escupido, el pastorcito yacía en la plaza cabizbajo, goteando su cabello de inmundo orín, vislumbrando quizá su destino, arrepentido desde lo más profundo de su alma por haber osado perturbar la calma y el orden en aquél pueblo.